Por José Ivan Monjaraz Medrano
“Habrá una manifestación de chavos
que no saben qué es lo que “no se olvida”
porque ya lo olvidaron
o nunca lo han sabido…”
-Luis González de Alba, fragmento de su columna en Milenio
publicada el 2 de octubre del 2016.
La noche del 4 de agosto del 2016, en un augurio del futuro, Luis González de Alba escribió la columna que se publicaría en la revista Milenio, por el cuarenta y ocho aniversario de Tlatelolco y justo el día que se quitó la vida. Como si presintiera su muerte -o la anunciara-, en un solo artículo resumió su participación en los eventos del 68, reafirmó sus convicciones políticas y le negó para siempre el perdón a Elena Poniatowska.
De González de Alba se pueden decir pocas cosas que no se hayan dicho ya. Se ha contado que fue líder estudiantil en 1968 y que fue encarcelado dos años en Lecumberri. Se nos ha narrado que en los ochentas fundó la Jornada, donde fue columnista hasta finales de los noventa, cuando el pleito con Poniatowska le mereció la expulsión del periódico; que después, la revista Milenio lo acogió y que desde ahí se volvió un crítico ácido y punzante de la izquierda mexicana a la que perteneció durante años -incluso en la creación de partidos como el PSUM, el PSM y el PRD-.
Se sabe que fue activista inalcanzable de los derechos del colectivo LGBTTTIA, que fue amigo de Monsiváis y de Nancy Cárdelas, y que con ellos escribió el primer manifiesto en México en defensa de los derechos de los homosexuales.
Es bien sabido, porque él nunca quiso ocultarlo, que era homosexual y que era seropositivo; sin embargo, pocas personas sabían que González de Alba era antrero y fiestero; que en México (particularmente en la capital) la vida nocturna gay no se podría definir sin que se hable del Taller, y que el Taller no hubiera existido sin Luis González de Alba.
En el número treinta y siete de la calle de Florencia, bajo la humedad y en medio de un sótano abandonado, González de Alba revolucionó las noches gays de la Ciudad. Dejó que los hombres -sólo podían entrar hombres- se quitaran la camisa e hicieran el amor sobre la barra. Muchas de las cosas que hoy parecen cotidianas en los tugurios de los bares gay se inventaron en aquellos años.
Luis González de Alba vivió señalado, de una u otra manera. Se le tachó de chairo –y de- maricón. Fue juzgado por la derecha a finales de los sesentas y se le condenó a la cárcel, tortura y el exilio. Se le juzgó después como traidor y fifí cuando habló de Ayotzinapa, olvidando su propio pasado. Cuando juzgó como fue juzgado, y alentó el otorgamiento póstumo de la medalla Belisario Domínguez a la memoria de Gonzalo Rivas Cámara, el héroe anónimo que, según algunos periodistas, sacrificó su vida para salvar muchas otras durante los enfrentamientos de Iguala en el 2014. Fue sentenciado por la izquierda en este siglo y condenado al desmembramiento de la opinión pública.
Acérrimo detractor de Andrés Manuel y principal atacante del Frente Nacional por la Familia. Primero enemigo y después aliado del gobierno y de los medios de derecha. Activista para algunos, misógino para otros. De escritura impecable, columnista imperdible y de palabras duras. Nunca le perdonó a Poniatowska, quien sabe si la homofobia que, según él, ejerció sobre su hermano Jan Poniatowska o que hubiera logrado la fama que él nunca consiguió por aquella noche en Tlatelolco, en la que ella no participó.
González de Alba se quitó la vida un 2 de octubre, a lo mejor para morir protestando, como lo hizo toda la vida. Es cierto que muchos no le han perdonado la traición a la izquierda mexicana, sobre todo ahora que López Obrador fue electo presidente; pero negar sus acciones y las luchas que emprendió, negar que hace medio siglo fue torturado y perseguido -como cientos de jóvenes- por el gobierno, es negar un pasado que todavía duele. Por eso vale la pena recordar a Luis González de Alba, al Taller, a las chaquetas de cuero y las botas de vaquero y a su inalcanzable lucha contra el SIDA y la discriminación.