Por: William Salazar
Caía la tarde, tan dorada como lo fue la mañana, como lo fue el pleno día. El padre Álvaro de la Huerta había decidido semanas atrás mostrarme ese punto de vida mexicano que guarda y cierra la existencia de la cultura del país. Una noche, una tradición, producto de la tendencia que se tiene en México de armonizar y conjuntar corrientes de pensamiento tan dispares para lograr la magia de ser un espacio único, irrepetible. Un día de muertos lejos de las catedrales, pueblos mágicos, playas pintorescas, zócalos de ciudades rimbombantes. Una noche, esa noche, en Atzitzihuacán.
Íbamos, el padre De la Huerta, sus dos asistentes, Val y yo, por la carretera que conduce de Cholula a nuestro destino. El pueblo está a hora y media. El radio tocaba y casi todos nos arrebatábamos las palabras. Nuestra conversación giraba en torno a las diferentes experiencias, vividas por ellos, en los días uno y dos de noviembre.
En gran parte del mundo católico, estas fechas están marcadas por las lágrimas y la tristeza. Una fiesta del santoral que conmemora a todos aquellos que han partido de la tierra pero que aún se encuentran purificándose de sus pecados en el purgatorio. En cambio, en México, este recuerdo pervive entre vapores naranjas de fiesta y sabor. Aquí se celebra el reencuentro con los difuntos que reviven por un día y vienen a visitar a sus familias y amigos.

Y mientras me explicaban y yo preguntaba, de repente, justo atrás del volcán Popocatépetl, el otoño se suavizó y la luz fue posándose entre las copas de los árboles derramándose semejante a un poco de agua en el hueco de una mano. Llegamos a Atzitzihuacán.
Atzitzihuacán, en el estado de Puebla, es un pueblo desnudo, sencillo. No maravilla al turista que no pide ser invitado a él. Pero es un tesoro humano lleno de cálida vida popular. Todo es modesto, dulce y simple. Pareciera que el país azteca tuvo aquí su origen. Y ahí está el atractivo y la riqueza de esta región, arriba, muy arriba, la noche flota entretejida de historia, a la manera de un tejido divino. Abajo, nosotros y las más de mil personas que iniciábamos la caminata, la procesión.

Esta relación especial del mexicano con la muerte data de la época prehispánica. Los antiguos mexicas y otros pueblos originarios, enterraban a sus muertos envueltos en un petate1, les dejaban comida por si llegaban a sentir hambre y organizaban una fiesta con el fin de guiarlo en su recorrido al Mictlán.2 Rodeado por esta leyenda llegamos a la primera parada.
Entramos a un rancho donde sus dueños nos esperaban ya. Un mole de guajolote3 acompañado de tortillas hechas a mano y una copa de anís fue el agradecimiento por la visita. La muerte, esta noche, no representaba la ausencia, sino una presencia viva. Un hijo muerto en un accidente vial volvía a compartir con familiares y extraños unos instantes frente a su altar.
Los altares son espacios escalonados, dos niveles como mínimo, que recuerdan el cielo y la tierra, y siete como máximo, que representan los pasos para llegar al cielo eterno. Sus objetos básicos son las veladoras, sal, agua, incienso, frutas, flores, papel picado, izcuintle4, calaveritas de dulce y de cerámica, pan de muerto y la flor de cempasúchil. Además, incluye fotografías, comidas, bebidas y elementos personales que nos recuerdan sus gustos, sus amores, sus pasiones.

De ese primer altar salimos cada uno con una bolsa en mano y la sentencia de jamás decir no, de no negarnos a recibir la comida que en cada casa nos iban a ofrecer. ¿La bolsa? Para guardar el bolillo5 o cualquier otro alimento que nuestros estómagos ya no pudieran recibir. Me sonreí. Minutos después no olvidaría ese consejo, que no seguí, y que me dejó la mas grande vergüenza de mi vida en México.
El camino costeaba las orillas del pueblo. Dos o tres perros aullaban. Se escuchaban los susurros: “va el padrecito, vamos detrás de él”. Me sorprende cruzarme con vestigios del terremoto del 2017. Serpenteamos calles estrechas hasta llegar a una propiedad sin bardas donde al entrar y luego de los minutos de silencio y oración, me explican que estos altares que estamos visitando son de los muertos que han cumplido su primer año. Por eso su grandeza. Por eso la generosidad de los deudos con quienes los visitan.
Rodeados por el cempasúchil proseguimos. Los muertos son una presencia viva: se levantan, caminan, huelen, ven y perciben junto a nosotros. El olor los guía. Yo sigo a los asistentes del padre. En la visita al cuarto altar muevo la cabeza de un lado al otro frente a la bandeja con pan que me ofrece la niña de doce años, hermana de la persona que ya había fallecido. Su cara de estupefacción, de dolor, ira y desconcierto dolió más que el pellizco de Carlos, quien funge de monaguillo. Recordé la máxima. Abrí mi bolsa, dos panes cayeron dentro. El rojo granate de mi cara no palidecía frente a la felicidad que volvía a reinar en esa casa.

Tanta gentileza no oculta la dura realidad. Un pueblo pobre en medio de la indiferencia gubernamental y de los capitales fuertes de dinero. Más no es el dinero invertido en estos altares una preocupación. Se ahorra, se pide prestado, se trabaja más, para que estos días el altar y la comida sean un hecho. Parece que fuera más bien un don, una gracia, un milagro. En verdad hay situaciones que únicamente pueden suceder en México, en las provincias mexicanas.
Frente a los manteles de la décima casa, saboreando un tamal de rajas, tacos al pastor y tazas de chocolate o de refresco, me siento seguro, pero solo por un largo segundo porque mi mirada se posó en su altar, el ultimo, inmenso como no hubo dos, y me doy cuenta de lo perecedero y frágil que soy. Que me voy a morir y que otras bocas y oídos vendrán a estas tierras a hacer mañana lo que hago en esta madrugada. Agacho la cara y pido a los dioses tutelares que pueda yo ser recordado cuando me convierta en el invitado a esta fiesta…
_______________________________
1. Del vocablo náhuatl petlatl es un tipo de tapete, alfombra tejida o estera que se utiliza en México.
2. Inframundo en la cosmovisión Mexica, a donde llegaban los muertos por muerte común luego de un peregrinar de cuatro años.
3. Mex, Pavo doméstico, pieza clave en la cocina mexicana.
4.Mex. En la cultura prehispánica, perro que ayuda a cruzar el rio Chiconauhuapan, que es el último paso para llegar al Mictlán.
5. Mex. Pan francés o blanco.
La mejor tradición de México plasmada en hermosas líneas. Excelente nota.
Me gustaMe gusta