Por Fernando Miranda
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I.
El infierno, el infierno más grande a ver, en el que más degenere hay, donde las piernas no son sólo piernas andantes sino bufandas varoniles y serviles de mil deseos acaramelados con olor a masa y barro. No hay domingos tranquilos, no hay domingos de misa en este lugar hecho un tugurio lleno de niños. No se censura al placer del cuerpo; pasos dejados a buen merced de los visitantes. El infierno se pone más caliente cuando se parte a la mitad. Atrás se hierven puercos y adelante mariscos. Mar y tierra hechos un muladar de catástrofes calientes que para colmo están hambrientas.
¡Quijadas arriba, después abajo!
¡También las quijadas del puerco se venden!
¡No se olviden de pagar el espectáculo!
La gente buena sólo comete un pecado capital: ¡el ser gulas! Y los más malos hasta se matan. De esto último he de contarles la vez que por poco lo hacen. El güero que estaba en las carnitas tomó la cuchilla y le voló media ceja a un cliente que no quiso pagar un taco de surtida. Es una pena que esos hombres casi se matan por un miserable taco. Pero además de la violencia y las riñas familiares que luego hemos visto, es que hay una profesional para cautivar a todos los hombres urgidos, los necesitados de limosna, aquellos que han ayunado por dos cosas: porque su mujer ya nos los quiere, o no saben querer a una. El chino de los relojes, el pelón de las cazuelas, al mendigo de Gil, que le renta el lugar a este último, y al flaco que anda de cobrador. La Bartola, esa pobre alma que desnuda llega, que vestida se va, que carga un gallo hambriento y un bebé muerto en una carriola sin llantas. Desde que tengo memoria, ella ya existía andando loca por cielito lindo. Anteriormente no se paraba en los mariscos, sólo berreaba dos canciones y se iba. Últimamente ya se queda, mirando a su pobre gallo gordo y hambriento, comer cilantro con cebolla que le regalan.

¡Por favor que no le den cuerda! Gritaba el chino.
¡Eso es todo! Respondía la Bartola cuando se quitaba la «disimulada» falda hecha de una bufanda de colores mugrienta. Y sin pena se desvestía, primero la falda y al final la blusa. No traía sostén, y nadie se podía creer que sostenía tanta seguridad hecha un espectáculo de vergüenza colosal. Delante de quien fuera: niños, adultos y ancianos.
¡QUE CARNOTAS! Otra vez se escuchó aquel grito desde esa triste tumba.
Guiri, Guiri, Guiri, Guiri. El aceite hervía cómo uno se hierve en el nerviosismo cuando se ama.
II.
-Doña Pancha. ¡Ay doña cata! Cómo les encanta estar de brujas. Decía mi abuela cuando la escuchaba echar sus menjurjes enfrente. Y es que cuando estaba muy chico ella me daba miedo, su simple voz hacía temblar a un niño de cinco años y esconderse abajo del puesto, acostándose en el pavimento. Al igual que la vieja Zenaida, vendía lo mismo, aunque esta no es tanto de darse golpes en el pecho. Ella asimilaba bien la situación en la que vivía y se hacía el reto de ser la mejor haciendo lo peor. Todos los hombres de veinte en adelante la iban a ver primero antes que sus propias madres, le besaban la mejilla y la mano. Después iban a descargar su mercancía para tenderse bien. Mi tío era uno de ellos, antes que ir a ver a su madre, primero era doña Pancha, para mendigos menjurjes de San Fernando.
Vendía bien, y su pareja le ayudaba; corrección, era un vil gato para ella, el cual no acariciaba, no le dirigía la palabra en público, ni cuando llegaban a casa. Al parecer sólo era cuando ella quisiera. Hoy doña Pancha no es nada de lo que era antes.

III.
El pecado no lo es si se hace en nombre de Dios, o se nombra en el acto. Se hace una mezcla entre las virtudes y los defectos que resultan ser prometedoras como lo salado y lo dulce junto. Un pan español hecho un baguette, lleno de carne de res y lechuga, bastante limón. Pero con la corteza dulce. Se ve mal, da la pinta de ser algo insípido, pero dado el primer bocado no hay como detenerse. ¿Y qué hay de los arrepentimientos? No mucho la verdad. Las almas de este muladar no tienen conciencia, ni inteligencia, se carcomen por la ambición que causa el dinero, además de la avaricia que da la cantidad, el volumen, lo material. ¿Y los religiosos? Amén, y bien gracias porque la religión sólo funge como comodín cuando no hay ventas.
Mi abuelo carga su San Martín Caballero, pero antes de ponerlo en la mesilla, se roba un trozo de alfalfa del prójimo. Hasta en los buenos actos hay algo de maldad implícita… Cuando acaba el día se recoge a San Martín Caballero, se tira la alfalfa al suelo, se persigna, se agradece y se va para la cartera para el día martes. No hay festividades religiosas, no hay misas que se hagan por los tianguistas colonos, ni mucho menos peregrinación a la basílica de Guadalupe. No hay religión. Solo hay fe.
Y sí. Todos tuvimos fe.
De las situaciones curiosas con que me he topado en México es ver recorrer en calles, tianguis y mercados a personas cargando su «santito», pidiendo una limosna que «ayudará a quien la de a cumplir peticiones y mandas» , pero es un dinero que termina en las cantinas y en La Merced. Su nota, mi estimado, cada párrafo, me llevó a desenrrollar mis propios infiernos tapados por querer juzgar los infiernos de los demás. Su estilo directo de escribir, sin los aburridos eufemismos de moda o sin tener en cuenta lo «políticamente correcto» le augura un buen presente y un mejor futuro en este campo. Abrazos, William Alberto
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Me encanta la forma en la que se relatan estas historias, sin duda te trasladan a ciertos aspectos que se han visto o vivido en algún momento de nuestras vidas.
Y en este relato es imposible no pensar en el centro de la CDMX.
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