Alex Reyes
No estoy aceptando las cosas que
no puedo cambiar;
estoy cambiando las cosas que
no puedo aceptar.
Ángela Davis
«Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal para no morir», es la frase representativa de la campaña feminista impulsada por grupos de mujeres pertenecientes a distintos sectores de la población. Desde el sur del continente, hasta el centro de este, se ha manifestado vehementemente la lucha por la despenalización del aborto. Si bien, se han declarado distintos comentarios, réplicas y opiniones a favor y en contra del aborto a lo largo y ancho de Latinoamérica; no obstante, son pocos los países que consideran admisible esta práctica. En México, por ejemplo, el aborto es un acto penalizado, con excepción en la Ciudad de México; sin embargo, la penalización no supone la salvación o resguardo de las vidas, sino todo lo contrario.
La ilegalidad no garantiza que el aborto sea suspendido o que la clandestinidad sea revocable, sino que aumente el número de mujeres que sean proclives —dada su vulnerabilidad— a recurrir a estos procedimientos, en gran medida, perjudiciales. Mientras que las mujeres potentadas, empresarias o de clase alta abortan en clínicas privadas o salen al extranjero para ejecutar el acto, mujeres de clase media y clase baja, carentes de recursos y/o educación, mueren en sitios inseguros e insalubres; por otra parte, y no menos importante, está el caso de aquellas mujeres que permanecen injustamente encarceladas luego de ser descubiertas y condenadas.
Dentro de la oposición se encuentran, primeramente, los grupos políticos y religiosos que han demostrado un evidente desagrado y antagonismo a esta lucha. Más allá de los criterios morales y la disconformidad de los partidos políticos, el aborto supone un problema de salud público que, en su interior, evidencia un problema de clases. Esto último se deduce ya que las principales en recurrir a la clandestinidad son mujeres pobres, presas de grupos de trata de féminas, trabajadoras o migrantes que no tienen acceso a la salud privada. Son, sin duda alguna, las más vulnerables y, también, las más afectadas.
La criminalización del aborto se ha convertido en la idea intransigente de que la maternidad es una función biológica obligatoria, lo que representa, indubitadamente, la transgresión de los derechos humanos. En 2006, un número estimado de 149,700 mujeres fueron hospitalizadas por complicaciones post-aborto, un incremento del 40% en comparación con las cifras de casi dos décadas1. Algo que no puede pasar desapercibido es el crecimiento poblacional, lo que infiere un aumento en el número de estas prácticas y complicaciones post-aborto.
Los efectos de la criminalización del aborto afectan más a la mujer cuando este es considerado un delito y no un servicio de salud público. Incluso en mujeres que presentan aborto espontáneo, existe el riesgo de ser juzgadas o señaladas como «homicidas» y ser denunciadas ante el Ministerio Público, sin pasar revista a los antecedentes. Lo que pudo ocasionar un servicio previo de salud inadecuado.
Las muertes ocasionadas en las últimas décadas por la oposición a la despenalización del aborto, constituye un punto de análisis profundo en el que se debe garantizar la seguridad e integridad de las mujeres para decidir libremente entre ejercer o no la maternidad. Estos crímenes son la garantía de la deuda histórica que el Estado tiene con ellas.